Crear en territorio hostil: crónica del que escribe donde no se debe escribir — Juan Carlos Vásquez

Crear en territorio hostil: crónica del que escribe donde no se debe escribir — Juan Carlos Vásquez

No siempre es el ruido lo que interrumpe. A veces es el silencio equivocado.

Querer escribir al lado de alguien que le teme a las pausas más que a los errores no es una anécdota: es una metáfora brutal del mundo en que vivimos. No importa si estás a punto de resolver una frase, si estás en plena comunión con una idea, si la palabra por fin se asoma después de días de niebla. Alguien aparece.

Dice algo fuera de lugar. Abre una gaveta con furia. Comenta el precio del gas. Pone música. Pregunta qué vas a almorzar.

Lo hace sin intención. Pero lo hace. Y lo hace siempre en el momento exacto en que no debería.

Crear al lado de alguien que no respeta ese espacio invisible, esa vibración frágil del que escribe, es una forma de asfixia lenta. Se vuelve costumbre. Se vuelve peso. El otro no lo sabe. Tú tampoco puedes explicarlo. Porque si lo explicas, parece un capricho. Parece que estás exagerando. Pero no es exageración. Es desgaste.

Esa actitud —repetitiva, sorda, involuntaria— pesa más que el cansancio. Porque te obliga a interrumpirte por dentro. No se trata de una pelea doméstica. Se trata de no poder elegir el clima que necesitas para crear. De tener que escribir con las defensas activadas, en modo trinchera.

Y eso agota.

La falta de visión de muchas personas frente al acto creativo es una herida constante. La incapacidad de piel, de leer el momento, de percibir la temperatura del otro. La multiplicación de estas figuras sin pausa, sin escucha. Personas funcionales, prácticas, ejecutoras. Pero ciegas, tontas, domesticadas como el animal más irracional. Ciegas a lo invisible. A lo que necesita tiempo.

Cuando eso te rodea, escribir se convierte en una doble tarea: la de crear y la de resistir. Ya no estás solo con tus ideas. Estás esquivando la interrupción, los comentarios fuera de tono, los movimientos sin sentido que ocupan tu campo de visión. Estás negociando cada segundo. Estás defendiendo algo que ni siquiera se nota desde afuera.

No es culpa de nadie. Pero es responsabilidad de todos.

La creación necesita condiciones. No solo materiales. Psíquicas. Sensoriales. De respeto. De silencio interno. Y no todos lo entienden. Algunos creen que escribir es ocio. Que se puede escribir con la tele encendida, con alguien que friega platos, con el móvil sonando. No lo creen por maldad. Lo creen porque nunca lo han sentido.

Entonces escribimos desde la fuga. Desde el rincón. Desde el ruido. Desde la tensión. Y a veces, aun así, lo hacemos. Pero no debería ser así. Porque esa fricción constante desgasta el lenguaje. Porque hay una carga que no tiene que ver con el contenido, sino con el contexto.

No siempre es el mundo el que nos impide escribir. A veces es la persona que duerme al lado. O quien simplemente no entiende. Y entonces escribimos también sobre eso. Sobre esa pequeña violencia blanda, cotidiana y letal, que nos dispersa como el peor infierno que elimina la idea más trascendental que has tenido…

“La literatura es válida porque no busca agradar ni ajustarse a normas que otros dictaron hace décadas. Es válida porque nace donde duele, donde nadie quiere mirar. Y es no convencional porque desobedece: a la gramática pulida, a los géneros definidos, al lector domesticado. Como diría Sibuo, si existiera, la literatura que vale la pena no es la que se aprende, sino la que se arriesga. La que no teme mancharse. La que no cabe en vitrinas. La que, aún ilegible para algunos, respira. Mi literatura respira aunque jadee, aunque escupa sangre. No es una fórmula, es una fisura. Es un organismo sucio y vivo.”

Y si me preguntan por qué llegué a esto, diré que primero quise entender. Leí con devoción, me nutrí de otros mundos, memoricé frases como plegarias. Me formé, sí —en bibliotecas solitarias, en pasillos marginales, en cuartos de pensión y hospitales—. Me eduqué como quien se prepara para un rito y juega a la ruleta rusa con la probabilidad de morir, pero luego rompí el altar. Porque mi pensamiento, como mi escritura, es el resultado de haberme puesto entero para luego desobedecerme. Porque si sigo escribiendo es para traicionar las certezas que una vez me salvaron. Y esa traición, esa ruptura interior, no es falla: es fuego. Es exactamente lo que da sentido a esta voz. Y a esta forma de decir el mundo.


Juan Carlos Vásquez es autor de Crónicas por Barcelona (Araña Editorial, 2024-Valencia, España) y otros libros de relatos y poesía. Ha participado en antologías internacionales y publicado en revistas literarias de Europa y América. Su obra explora la soledad, el aislamiento y el submundo de las grandes ciudades con una visión neo-noir psicológico. Web/Page.


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